Las rabonas, no son casadas, no pertenecen a nadie y son de quien ellas quieren ser: criaturas al margen de todo. Estas mujeres –destaca– viven con los soldados y están expuestas a los mismos peligros y soportan aún mayores fatigas.
(Flora Tristán)
Para el Diccionario de la Lengua Española es un «americanismo» referido a la «Mujer que suele acompañar a los soldados en las marchas y en campañas».
Esta voz, para la Enciclopedia Salvat, posee otro sentido: «Rabona. Dícese del animal que tiene el rabo más corto que lo ordinario en su especie, o que no lo tiene». Entonces, es a esta última idea que corresponde el por qué, a partir del siglo XIX, en Perú y Bolivia se las denomina así a las mujeres que acompañaban a sus maridos en la guerra. «Como se llama rabón al caballo sin cola, se dio el nombre de rabonas a estas mujeres de trenzas cortadas».
Las rabonas eran mal vistas por la sociedad conservadora de su época, miradas con desprecio y dejadas de lado por escritores, por romper con esquemas preestablecidos, así como por las autoridades castrenses no solo por su sexo, sino por su aspecto, para disuadirlas en su empeño eran humilladas, cortando de raíz el único atributo de hermosura y feminidad que poseía: sus largas y negras trenzas.
Las rabonas en su mayoría eran mujeres indígenas y mestizas de habla quechua y aimara, pertenecientes a los sectores más pobres y excluidos de la aristocrática sociedad boliviana y peruana. Ellas financiaban sus actividades con los “socorros” (adelantos diarios) de sus compañeros.
El papel que cumplieron las rabonas en la guerra del Pacifico era el de acompañar y atender al soldado, eran ellas las que se encargaban de cocinar, lavar, curar a sus maridos y a sus hijos y en algunas ocasiones asumir roles de guerra, por ello, no resultó extraño encontrar entre los cadáveres esparcidos en el campo de batalla soldados junto a sus mujeres; ellas formaban una tropa considerable que precede al ejército por espacio de algunas horas, para tener tiempo de conseguir víveres, cocinarlos y preparar todo en el albergue que deben ocupar, eran auxiliares en el abastecimiento de la tropa y garantizaban un número menor de deserciones, arrastraron en su séquito a niños de toda edad. Según algunos testimonios, al término de los combates, alrededor de 500 huyeron hacia Tacna, cargando sobre sus espaldas a sus pequeños hijos y llevando ollas de comida. Otras, se habían quedado en los campos de combate buscando a sus soldados heridos o muertos.
Estas mujeres fueron una figura de subsistencia, cuidado y resistencia ante diferentes adversidades. Como la misma Flora Tristán las define en su libro Peregrinaciones de una paria (1838):
“Las rabonas están armadas. Cargan sobre mulas las marmitas, las tiendas y, en fin, todo el bagaje. Arrastran a su séquito a una multitud de niños de toda edad. Hacen partir sus mulas al trote, las siguen corriendo, trepan así las altas montañas cubiertas de nieve y atraviesan los ríos a nado llevando uno y a veces dos hijos sobre sus espaldas. Cuando llegan al lugar que se les ha asignado se ocupan primero en escoger el mejor sitio para acampar. Enseguida descargan las mulas, arman las tiendas, amamantan y acuestan a los niños, encienden los fuegos y cocinan. Si no están muy alejadas de un sitio habitado van destacamento en busca de provisiones. Se arrojan sobre el pueblo como bestias hambrientas y piden a los habitantes víveres para el ejército. Cuando los dan con buena voluntad no hacen daño alguno; pero si se les resiste se baten como leonas y con valor salvaje triunfan siempre de la resistencia…Estas mujeres proveen a las necesidades del soldado, lavan y componen sus vestidos…Viven con los soldados, comen con ellos, se detienen donde ellos acampan, están expuestas a los mismos peligros y soportan aún mayores fatigas…Cuando se piensa en que, además de llevar esta vida de penurias y peligros cumplen los deberes de la maternidad, se admira uno de lo que puedan resistir.” (Tristán 1838, 366).
Así también el viajero y marino francés Gabriel Lafond las observó y las menciona como “las rabonas”, refiriendo de ellas: “Es difícil concebir el valor de estas pobres mujeres, todas las privaciones que resistieron, y todo sin quejarse” (CDIP, T. XXVII, Vol.2, p. 183). En 1834, los testimonios de Eugene de Sartiges y Adolphe de Botmiliau, expresaron su admiración: “las rabonas están con él en todas partes y lo siguen en sus marchas más penosas, llevando a veces un hijo sobre los hombros y otro suspendido a sus vestidos. Se ha visto al ejército peruano… recorrer hasta veinte leguas por días, entre las montañas, sin que jamás lo abandonaran las mujeres”.
Estas mujeres, muchas veces anónimas y sin reconocimiento oficial, dejaron todo atrás para seguir a sus seres queridos al campo de batalla, asumiendo riesgos y responsabilidades enormes, convirtiéndose en la presencia directa del pueblo en las guerras. Sin ellas, la capacidad de los ejércitos para sostenerse en campaña habría sido mucho más limitada.